El ejército de los tristes

A las seis de la mañana,
las alarmas tocan diana en el 3ºA
cinco minutos más”,
-la retrasan, maldiciendo,
arañando en vano
unos instantes al reloj
para obtener una falsa sensación
de libertad-.
Al segundo toque abren los ojos
y, mirando al techo,
suspiran con pesadez:
Otro día más”.
Cogen el iPhone,
comprueban las redes
y sin cruzar palabra,
se ponen en pie.

Se enfundan el uniforme
tras una ducha no muy larga
-camisa de marca,
corbata y traje,
colonia cara;
blusa de encaje,
jeans y stilettos,
bolso de Prada-.
Mientras ella coge
las llaves del Corolla verso,
él apura de un sorbo apresurado
el Nespresso de su taza.
Se despiden en el ascensor,
mecánicos, con un beso
hasta la noche.
Él se pierde hacia la boca del metro;
ella se aleja con un acelerón en coche.

En ese mismo instante, se abre la puerta en el 2ºC
tras catorce horas de turno interminable.
Sin ni siquiera encender las luces, se descalza
y se despoja del sencillo atuendo
-negro
para disimular
las condecoraciones
que se ganan con sudor
tras la barra-,
Tarda pocos segundos en tirarse,
rendida,
en la cama:
Coge el iPhone, comprueba sus redes...
Otro día más
-suspira,
antes de caer derrotada-.

Mientras descansa,
sus vecinos de arriba
se dejan la piel en la oficina,
convertidas
-como todas-
en trincheras repletas de gente
luchando una guerra que
que no es la suya:

Él
en una firma de renombre
analizando datos,
contabilizando asientos,
disfrazando informes
para salvarles el culo
a los de arriba;
ella
en el periódico local
esquivando el campo minado
de censuras de la directiva,
defendiendo su trabajo
con uñas y dientes
del bombardeo diario
de las críticas corrosivas.

A la hora de comer,
el bar de enfrente se convierte
durante un par de horas
en en cuartel general
donde comparten el rancho
con los compañeros
antes de volver al frente,
contando las horas que les faltan
para la libertad.
Pero, como siempre,
queda trabajo pendiente
cuando llega la hora de cerrar;
y, como siempre, son los
soldados rasos los llamados a formar.

Camino a casa marchan pensativos:
todos esos años de esfuerzo
haciendo “lo que debían”,
alimentando falsas expectativas,
para acabar encadenado
a un ordenador doce horas al día,
o terminar escribiendo sucesos de barrio
por una mierda de sueldo
que no llega a mileurista.
“-¿Merece la pena
tanto sacrificio?
- No lo parece...
Esto no es vida”
.

Aturdidos por su propio cansancio,
no reparan en su vecina,
a la que se cruzan en el portal
cuando sale a toda prisa:
le espera una larga noche en el bar
librando su propia batalla:
colocando botellas,
fingiendo sonrisas,
tirando cañas,
ayudando en cocina,
haciendo acopio de paciencia
para no ladrar
al último borracho
que no la deja cerrar
a la hora que debería.
Cuando por fin lo logra,
se marcha a casa, agotada
y reflexiva:
Ojalá hubiera estudiado
-se dice-
Esto no es vida”.

Pero tanto ese al que le sobraba
para hacer el viaje de estudios
como a la pobre a la que no le llegaba
ni para empezar la matrícula
son víctimas de la misma pantomima:
Nos educan en la obediencia ciega
en lugar de enseñarnos a pensar
por nosotros mismos
para que sea más fácil lavarnos el cerebro
y alienarnos en un sistema capitalista
en el que dinero que realmente vale tu trabajo
va a comprarle coches de alta gama
a alguien que no eres tú.

Y nos enseñan a desear esos coches
y otros lujos innecesarios y absurdos
mediante la publicidad materialista
para que nos veamos forzados a
'tener trabajos que odiamos
para comprar mierda que no necesitamos'
mediante una disciplina férrea
impuesta por la costumbre
que ya la quisieran para sí
en el ejército de tierra:

Estudia una carrera “con futuro”
que te permita tener un trabajo;
ten un trabajo convencional
que te permita comprarte una casa,
cómprate una casa que te ate
de por vida a un banco
y en la que poder criar a tus hijos,
cría a tus hijos con todos los lujos que tu
sueldo te permita darles para que estudien
durante veintitrés años de sus vidas
y se entreguen a un oficio
en el que obtener beneficios
para un tercero durante décadas
antes de jubilarse, decrépitos y agotados,
a escasos pasos de la muerte.
Descansando treinta días al año
y los fines de semana,
si son de los que tienen suerte...

No te olvides de enseñarles que tienen suerte.
Que deben estar agradecidos por ello.

Porque “al menos tienes un trabajo,
no te puedes quejar”
 -le dicen a la chica del 2ºC-
“Ya iréis escalando puestos,
pronto ganaréis más”
-les prometieron a los del 3ºA-.

Y se conforman, dubitativos,
preguntándose cuánto tiempo más
tendrán que esperar
antes de empezar a vivir
esa vida acomodada y feliz
que se supone que algún día llegará.
Pero pasan los años y no pueden evitar pensar
“¿Qué hubiera pasado si...?”

Si se hubiesen dejado aconsejar
sin dejarse engañar;
si hubiesen seguido el corazón
y no la cabeza,
y hubiesen comprendido antes
que la pobreza
no se mide en el dinero
que no posees,
sino en la felicidad
que no se puede conseguir...

Porque no se puede comprar.

Y recuerdan con nostalgia
aquella conversación valiente
que no llegó a ninguna parte:
-Pero papá, yo quiero ser cantante”;
“Mamá, lo que me llena es la literatura...”
¿La respuesta?
siempre igual de cruel
siempre igual de dura:
- “¿Ser feliz? ¡Qué locura!
Hazme caso: funcionario
es lo que tienes que ser
y dejarte de tonterías
que no sirven para comer
”.

Y así
los bancos están llenos
de cantautores frustrados;
los despachos,
de aspirantes a poetas;
y el mundo
de parejas del tercero
que renunciaron a sus sueños
por dinero,
y de académicas futuras
mustiándose en los bares
porque “lo importante”
es pagar las facturas.
Viven en el a, el b, y en el d.
En el primero,
el cuarto y en el sexto.
En el lado par y en los impares
de la acera.
Están por todas partes.
Tal vez no te has dado cuenta,
y ya te hayan absorbido;
o quizás aún puedes evitar
un destino anodino
plagado de días grises...
Por si acaso, ten cuidado.
Permanece alerta
y no te despistes:
al fin y al cabo,
solo hace falta
no salirse del camino
para que seas bienvenido
al ejército
de los tristes.

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