Pandora
No sé a qué dioses has ofendido
para merecer semejante castigo,
pues no hay peor condena
que la del amor a ciegas.
Te impide ver
lo que todos saben
y te embarcas
en la empresa estéril
de perseguir a tu quimera.
Como un Sísifo resignado,
pero decidido,
arrastras vuestra historia
montaña arriba
cargando su peso
sobre tus hombros,
haciendo tú
todo el esfuerzo
mientras ella sonríe,
cínica,
desde su esquina.
Y todo para obtener un triste segundo
de satisfacción
que ni siquiera merece
llamarse clímax,
ese pequeño instante
cuando llegas a la cima,
esa pletórica milésima de segundo
en la que crees alcanzar la felicidad...
justo antes de que la piedra vuelva a caer.
Y vuelves a empezar,
pertinaz,
una y otra vez.
Sacando fuerzas de flaqueza
donde todos los demás fracasaron.
Como si quisieras demostrar
que no hay nada imposible
si la tienes a tu lado:
-ni matar titanes,
ni derrotar cíclopes,
ni cruzar el Hades a nado...-
Como si quisieras convencerte
de que puedes lograr enamorar
a tu Pandora particular
aunque su corazón
esté envenenado.
Y lo intentas todo.
Robas el fuego,
como hizo Prometeo,
pero no para iluminar a los hombres,
sino para calentar su frío corazón,
con la voluntad de volver
a hacerlo estremecer.
Con la esperanza de que ella,
-tu musa,
tu diosa,
tu destino hecho mujer-
entienda
que eres tú,
y no él,
el camino hacia la felicidad.
Pero, en lugar de una deidad,
te encuentras con una rapaz
que te devora el alma
hasta el hígado
cada noche;
que te hace temblar
de incertidumbre
hasta las vísceras
cada día,
y que espera a que te cures
y a que decidas irte
para volver a seducirte
con sus encantos de ninfa.
El miedo a quedarte
te amedrenta.
El miedo a perderla
te paraliza.
La luz de sus ojos...
te petrifica.
No lo puedes evitar.
No lo sabes controlar.
El dolor y el sufrimiento
son el precio que te exige
por elegir hacerla inmortal.
Pero, pasado un tiempo,
el hechizo se desvanece:
la cotidianidad
humaniza a tu Pandora
y logras despertar...
Y por fin,
tras mucho esfuerzo
y puedes ver la realidad:
es obsesión
y no amor,
lo que sientes;
es dolor
y no alegría
lo único que ella puede darte.
Y te das cuenta de que
a quien viste como Afrodita
apenas si llega a Cárite;
y sus maneras de Atenea
no consiguen ya impresionarte.
La creíste diosa,
pero se confesó humana.
La mujer primigenia,
eterna mentirosa.
Tan malvada
como hermosa,
tan astuta
como fría.
Un castigo
para tu osadía,
por querer brindarle
las delicias de tu Olimpo
a quien no lo merecía.
Pero no es ella culpable
de ser presa
de su destino.
Tampoco eres tú responsable
de vuestra particular
tragedia griega;
tu sino
es padecer sufrimiento eterno,
su condena
es promover la desgracia ajena.
Poco puede hacerse:
está escrito.
Aunque trates de escapar
de tus temores,
no hay salida.
Aunque ella intente sellar
su arca de los horrores,
terminará por abrirla.
Y desatará el caos.
Y te joderá la vida.
Te hundirá.
Te humillará.
Te anulará.
Hará tu mundo trizas...
Pero pasará.
La piedra
rodará montaña abajo.
Las cadenas
se romperán.
Podrás volver a respirar.
Poco a poco,
lentamente,
-como todas las cosas
de la vida-
la olvidarás.
Recuperarás la confianza.
Y te sentirás libre de nuevo,
porque
ya
no sientes
nada.
No importa que tu ceguera
sea severa,
no importa cuán hondo
te cale tu Pandora:
lograrás superarla.
No pierdas la esperanza...
Al final,
todas siempre se la dejan
en el fondo de la caja.
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