Pandora

No sé a qué dioses has ofendido para merecer semejante castigo, pues no hay peor condena que la del amor a ciegas. Te impide ver lo que todos saben y te embarcas en la empresa estéril de perseguir a tu quimera. Como un Sísifo resignado, pero decidido, arrastras vuestra historia montaña arriba cargando su peso sobre tus hombros, haciendo tú
todo el esfuerzo mientras ella sonríe,
cínica, desde su esquina. Y todo para obtener un triste segundo de satisfacción
que ni siquiera merece llamarse clímax, ese pequeño instante cuando llegas a la cima, esa pletórica milésima de segundo
en la que crees alcanzar la felicidad... justo antes de que la piedra vuelva a caer. Y vuelves a empezar, pertinaz, una y otra vez.
Sacando fuerzas de flaqueza donde todos los demás fracasaron. Como si quisieras demostrar que no hay nada imposible si la tienes a tu lado: -ni matar titanes, ni derrotar cíclopes, ni cruzar el Hades a nado...-
Como si quisieras convencerte de que puedes lograr enamorar
a tu Pandora particular aunque su corazón
esté envenenado. Y lo intentas todo.
Robas el fuego, como hizo Prometeo, pero no para iluminar a los hombres, sino para calentar su frío corazón, con la voluntad de volver a hacerlo estremecer. Con la esperanza de que ella,
-tu musa,
tu diosa,
tu destino hecho mujer-
entienda que eres tú, y no él, el camino hacia la felicidad. Pero, en lugar de una deidad, te encuentras con una rapaz que te devora el alma hasta el hígado cada noche; que te hace temblar de incertidumbre hasta las vísceras cada día, y que espera a que te cures y a que decidas irte para volver a seducirte con sus encantos de ninfa.
El miedo a quedarte
te amedrenta.
El miedo a perderla
te paraliza.
La luz de sus ojos...
te petrifica.

No lo puedes evitar.
No lo sabes controlar.
El dolor y el sufrimiento
son el precio que te exige
por elegir hacerla inmortal. Pero, pasado un tiempo, el hechizo se desvanece:
la cotidianidad
humaniza a tu Pandora
y logras despertar...
Y por fin,
tras mucho esfuerzo y puedes ver la realidad: es obsesión y no amor, lo que sientes; es dolor y no alegría lo único que ella puede darte. Y te das cuenta de que a quien viste como Afrodita apenas si llega a Cárite; y sus maneras de Atenea no consiguen ya impresionarte. La creíste diosa, pero se confesó humana. La mujer primigenia, eterna mentirosa. Tan malvada como hermosa, tan astuta como fría. Un castigo para tu osadía,
por querer brindarle las delicias de tu Olimpo a quien no lo merecía. Pero no es ella culpable de ser presa de su destino. Tampoco eres tú responsable de vuestra particular tragedia griega; tu sino es padecer sufrimiento eterno, su condena es promover la desgracia ajena. Poco puede hacerse:
está escrito.
Aunque trates de escapar de tus temores, no hay salida.
Aunque ella intente sellar su arca de los horrores, terminará por abrirla. Y desatará el caos. Y te joderá la vida. Te hundirá. Te humillará. Te anulará. Hará tu mundo trizas... Pero pasará. La piedra
rodará montaña abajo. Las cadenas
se romperán. Podrás volver a respirar. Poco a poco, lentamente, -como todas las cosas de la vida- la olvidarás. Recuperarás la confianza. Y te sentirás libre de nuevo, porque ya no sientes nada. No importa que tu ceguera sea severa, no importa cuán hondo te cale tu Pandora: lograrás superarla. No pierdas la esperanza... Al final, todas siempre se la dejan en el fondo de la caja.

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