Un hermoso viaje me dio Ítaca

Hoy hace ya seis años que estuve cumpliendo un sueño en Nueva York. Tuve la inmensa suerte de trabajar en una universidad puntera en las mejores condiciones posibles, conocí a amigos que espero seguir conservando toda la vida, amé con un entusiasmo y una fuerza que solo se tiene a principios de los veinte, me reí y me divertí por encima de mis posibilidades, aprendí sobre la vida y sobre mí misma y viajé todo lo que pude y más por el país.

A esta primera incursión en NYC le siguieron, en diferentes momentos a lo largo de mi año allí, una escapada a la histórica Boston y la literaria Concord de "Mujercitas"; un nevado paseo por la helada y salvaje Minnesota en pleno invierno; una buena dosis de patriotismo en el majestuoso Washington DC; una experiencia reveladora y solitaria en Philadelphia; y un tour frenético que me llevó a conocer Chicago, Seattle, Portland, San Francisco y Los Ángeles en poco menos de un mes.

Durante todos estos viajes y en mi día a día allí, pude aprender mucho de este país y de sus costumbres. Apenas puedo expresar cuánto me fascinaba en aquel momento la aparente apertura de mente de estas ciudades cosmopolitas, cuánto me llamaban las oportunidades que ofrecían entonces -el cielo parecía el límite-, qué ganas tenía de quedarme y no volver, qué pena me dio no poder hacerlo. 

Cómo me gustaba este país hace seis años... y qué panda de catetos egocéntricos, explotadores, egoístas y obsesionados con el trabajo y los beneficios me parecen ahora en general (salvo unas pocas honrosas excepciones).

Me alegro muchísimo de haber visto todas las ciudades que vi y de haber vivido todo lo que viví en su momento y estoy agradecida por todo lo que me ofreció a nivel laboral y personal, pero he perdido por completo el interés en este país tóxico, materialista y racista en el que lo único que importa es el éxito, el poder y el dinero, aunque sea a costa de la vida y la salud de los que menos tienen. 

Creo que tardaré muchísimo tiempo en volver por voluntad propia a esta meca del postureo donde yo, como todos los "provincianos" que cruzan el charco, me hice las mismas fotos, visité los mismos monumentos, subí a los mismos edificios, reconocí los mismos escenarios y soñé despierta con lo guay y lo chic y lo libre que sería mi vida si me estableciera en aquel lugar.

Supongo que crecer consiste, en parte, en dejar de romantizar el sueño americano que mamamos desde pequeños en las películas, en dejar de anhelar todo lo que parece que ellos tienen y nosotros no tenemos, y en darte cuenta de que nuestra cultura, con sus numerosas virtudes y sus muchísimos defectos, está a años luz de la suya. Y en aceptar que mi bellísima Málaga, esa que tanto he criticado (y sigo, cuando lo merece) y de la que durante tanto tiempo renegué, no tiene nada que envidiarle a Los Ángeles o Nueva York. Y lo digo completamente en serio.

Supongo que crecer es aprender que los destinos en los que ingenuamente creemos estar siendo más libres y más felices que en casa son solo eso: telones de fondo en los que nos dejamos llevar y nos abrimos a que nos pasen cosas. Pero nunca, nunca son la razón de que esas cosas pasen. La posibilidad de cambio siempre estuvo al alcance de nuestros dedos, y la libertad siempre dependió más de la cartera que de la geografía... pero de eso ya hablaremos otro día.

Ya lo decía Kavafis: buscamos otra tierra, otro mar, con la esperanza de abandonar las oscuras ruinas de nuestras vidas; pero, vayamos donde vayamos, por más sitios que visitemos, no seremos capaces de huir de esa oscuridad por la sencilla razón de que la llevamos dentro. El problema nunca fue la ciudad, y la solución nunca será establecerse en otra distinta.

Por eso, tu felicidad nunca dependerá -otra vez Kavafis, siempre Kavafis- de que el camino hacia Ítaca sea largo, ni de la adrenalina y la expectación previas a la llegada a los emporios de Fenicia, ni de los embriagadores perfumes que puedan envolverte o lo mucho que en Egipto puedas aprender de los sabios.

Esto no son más que parches que sirven para aliviar los síntomas, pero no atacan a la raíz del problema: que la vida que has malogrado, malograda queda en cualquier parte del mundo... Y que “allá donde vayas, arrastrarás a la ciudad contigo”.

Y, por eso, la única forma de aspirar a la búsqueda de la felicidad es aprender a estar en paz con uno mismo. Hacer examen de conciencia y reconciliarnos con nuestro pasado, asumir nuestra verdad en el presente -por dolorosa que sea para ti o para otros- y ser fieles a nosotros mismos y nuestras expectativas y nuestros nuevos sueños en el futuro. Los nuestros, y los de nadie más. Solo así podremos liberarnos de ese yugo que siempre estuvo en nuestra cabeza, y nunca en nuestra ciudad.

En lo que a mí respecta, a la mía le debo mucho. Gracias a ella emprendí el viaje.

Y ya no la encuentro pobre. No hay engaño.

Al fin puedo decir que, rica en saber y vida, he comprendido 

lo que tales Ítacas significan. 

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