Habitación 508

Las tenues luces de la ciudad dormida se colaban por la ventana de la habitación 508. A lo lejos, el mar. Dentro, dos corazones luchaban por su supervivencia --uno literalmente, el otro sólo en sentido figurado--. El oxígeno emitía un susurro constante parecido al de un globo que se desinfla. El monitor, un eco sordo a cada latido, como de pasos recorriendo su camino inexorable y lento hacia la muerte. Todo parecían indicios macabros de que se te agotaba el tiempo. Y qué frío hacía en ese cuarto.

"¿En qué piensas tanto?". Hasta en las peores te preocupas por mí primero. "En nada". "Sabes que a mí me lo puedes decir". Claro que sí. Siempre has sido el guardián de mis secretos, de mis trastadas, de mis viajes clandestinos. Pero eso no te lo podía contar... Hay cosas de mí que es mejor que no sepas nunca. "Tranquilo, estoy bien. Tú, duérmete". "Bueno. Pero dame la mano". Sonriendo, la busco y la pongo entre las mías.

Siempre su mano. Esa mano trabajadora que perdió media uña del pulgar en la siega y la falange del dedo índice arreglando la cosechadora. La misma mano que literalmente me salvó la vida al interponerse entre mi pelona cabecita y la varilla que caía despistada de unos fuegos artificiales en las fiestas del pueblo cuando todavía no tenía ni un año. Qué agujero te hizo. Qué destrozo me hubiese hecho a mí. Esa mano paciente que me señalaba los renglones de la cartilla una y otra vez para enseñarme a leer. La que me sujetaba cuando salíamos al paseo marítimo y yo me empeñaba en recorrerlo encaramada en el muro de la playa. La que me daba a escondidas un tentempié cuando me sacabas a dar una vuelta con la bici los sábados por la mañana. La mano en la que yo te entregaba las herramientas cuando nos pasábamos las tardes enteras en la azotea construyendo muebles juntos. Esa mano con la que desmenuzabas el pan para prepararme las mejores migas del mundo cada vez que bajaba de Madrid a visitarte... La mano que tuve que agarrar cuando te acompañé por primera vez en una noche de infarto hace ya más de ocho años en otra habitación cualquiera. La misma mano que sostengo entre las mías en este instante.

Porque aquí estamos otra vez. Nada ha cambiado en la habitación 508, pero a la vez todo es diferente. Tu corazón sigue enfermo, el mío continúa herido. Aún hay cosas de mí que es mejor que no sepas. Sigue haciendo frío. Sigue oliendo a dolor, a muerte y a tristeza. Ya no bromeas. Ya no sonríes. Ya no te mueves. No hablas apenas. Respiras con dificultad. La piel, cuarteada y llena de vestigios amoratados ahí por donde han pasado las agujas; los dedos, agarrotados y esqueléticos como no lo han estado nunca...

Pero aún rodean los míos. Con toda la fuerza de la que eres capaz. Con toda la que yo intento transmitirte. No me sueltas. Porque tú nunca me sueltas. Y sé que irá bien mientras no me sueltes. Nos ha funcionado hasta ahora.

Afuera, las tenues luces de la ciudad pugnan por colarse por la ventana. A lo lejos, el mar. Y hoy, fuegos artificiales.

Debería estar prohibido que la gente festeje mientras otros sufren.

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