El placer de lo prohibido
Silencio clamoroso. Luces apagadas. Las
dudas, el miedo y las ganas flotaban sobre nuestras cabezas. Yacíamos sobre el
colchón, cara a cara, mirándonos fijamente -próximos nuestros
rostros, pero sin llegar a tocarse-, tentando a una suerte que hacía ya tiempo
que estaba echada.
Sonreía. No dijo más palabras: simplemente, acercó un cuerpo
interrogante. Permanecí inmóvil, y entonces giró ligeramente la cabeza para que
nuestros labios se rozaran, como dejándome a mí responsable de la última
decisión. No ofrecí resistencia. Fue un beso muy casto, apenas un suave
contacto. Entonces volvió a besarme, esta vez acariciándome el labio inferior
con la lengua. Luego se alejó un poco, y se quedó esperando, mirándome con los
ojos muy abiertos.
Me acerqué y pude percibir su boca inmóvil
pegada a la mía, sus labios carnosos, calientes y duros. Finalmente, los míos
se abrieron despacio, como una flor que saludase al alba. Se animó, y con sus
ganas se animó su lengua, que enseguida se tornó apremiante y hábil.
Sorprendentemente hábil. Volvieron a asaltarme el miedo, los prejuicios, las
dudas. “¿No deberíamos parar?”
–alcancé a articular en un susurro heroico-. Por toda respuesta, me agarró del
cuello y volvió a atraerme hacia sus labios. Me recorrió un leve
estremecimiento. Besaba bien. Nuestras lenguas se entrelazaban, húmedas, en una
lucha por mantener la compostura que de antemano sabíamos perdida.
Rodamos por la cama entrelazando nuestros
cuerpos y nos despojamos mutuamente de la ropa a tirones impacientes. Se colocó
sobre mí apoyándose sobre los brazos, como si hiciera flexiones en una clase de
gimnasia. Volvió a besarme, con ansia, con fruición, sin dejar en ningún
momento de acariciar cada centímetro de mi anatomía, con timidez al principio,
con pasión después. Me sorprendió lo fácil que estaba resultando. No hay que
temer a aquello de lo que nada se sabe. Ni al sexo, ni al amor, ni a la muerte.
Noté como se le aceleraban los latidos de su
corazón. Sus manos me examinaban con la codicia y la impaciencia de un buscador
de tesoros, y al llegar a mi espalda paseó sus dedos perfectos de arriba abajo
por la columna, dejando a su paso huellas de escalofríos. Adelantó su pierna y
la plegó entre las mías. Escuchaba nuestras respiraciones entrecortadas superponiéndose
la una a la otra como una sinfonía de jadeos amplificados a su máximo volumen,
estrellándose contra el silencio de la noche.
La percepción de su deseo activó el mío, como
la proximidad de un fósforo encendido prende a otro. Sentí calor en ciertas
partes de mi geografía que ya creía marchitas. Sexo es sexo, pensé. No va a
haber mucha diferencia.
Cierra los ojos, no pienses con quién lo estás
haciendo, flotando en un mar de sensaciones cuyas olas se hacen más inmensas
por segundos… Y, de repente, los diques se rompen. Y todo el agua se desborda.
Me gustaba. Me apetecía. Me apetecía con la
misma urgencia imperiosa con la que te apetece el chocolate cuando estás a
dieta. Quería devorarla a bocados y saborearla por completo. Me apetecía tanto,
así, de pronto, que fui incapaz de pararme a pensar en las razones ocultas tras
semejante capricho absurdo. Pero mi cuerpo respondía, era evidente, así que
debía ser que yo también la deseaba. Una parte de mí la había deseado durante
mucho tiempo, una corriente subterránea que yo misma me había negado a albergar…
Porque
yo no debía desear eso.
Y lo sabía.
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